Había escrito sin interrupción, novelitas de cuatro páginas; solo en la última comenzó a sentir que la modorra invadía su cuerpo, y surgió la tentación de soltar el lapicero y pensar en cosas vagas.
Cuando terminó la clase y salieron todos, Ana se dirigió a su asiento, y sacando ostentosamente cuanto allí tenía, libros y cuadernos, lapiceros y tinta, Biblia y aritmética, los apiló sobre su rota pizarra.